Cuando Bernardo Arévalo entró al Teatro Nacional donde sería oficializado como presidente de Guatemala pasada la medianoche del domingo, le acompañaron de fondo los violines de la “Primavera” de Antonio Vivaldi, en un guiño a sus orígenes políticos y al horizonte que plantea para su país.
El nuevo presidente guatemalteco, casado, de 65 años y con hijos, abandera la lucha contra la corrupción y la inclusión de las comunidades rurales como objetivos de su gobierno, lo que le ha despertado temor y sospechas en las élites de poder rivales.
Quienes lo conocen —y como también consta en sus numerosos escritos académicos— lo alinean como un político de tendencia moderada, aunque en la fragmentada paleta política de Guatemala sus oponentes lo consideran un izquierdista radical.
Su bagaje profesional en resolución de conflictos, especialmente, con la organización Interpeace en Centroamérica, será una herramienta oportuna ante la actual polarización nacional para el doctor en Sociología que vivió su infancia en Uruguay —donde nació—, por el exilio de su padre y de su familia.
Hijo del expresidente Juan José Arévalo Bermejo (1945-1951) evoca los gobiernos de la primavera o de la revolución, como se llamó entonces a la gestión de su padre y del exmandatario Jacobo Árbenz (1945-1954), como modelo a seguir para abrir espacios de inclusión a campesinos e indígenas.
Arévalo Bermejo se exilió en Uruguay tras el golpe de Estado, respaldado por la CIA, a su predecesor en el gobierno, Jacobo Árbenz, a quien Estados Unidos consideraba una amenaza en tiempos de la Guerra Fría.
El hoy presidente volvió a Guatemala como adolescente pero antes de presidirla acumuló un largo periplo en el extranjero, con estudios en Israel y Holanda y un periodo de servicio como embajador en España.
Arévalo, consciente del rol clave que han jugado ambas las comunidades ancestrales en su llegada hasta la investidura presidencial frente a las presiones judiciales en su contra, los mencionó nada más soltar sus primeras palabras como mandatario.
“Reconocemos, como ya he mencionado, la deuda histórica del Estado con los pueblos originarios y llevaremos a cabo nuestro plan mediante un diálogo respetuoso y en condiciones de igualdad con una mayoría que hasta ahora ha sido sistemáticamente ignorada. Nos esforzaremos por hacerlos partícipes y beneficiarios de un desarrollo que durante siglos les ha sido negado”, dijo en su discurso.
Y les dio las gracias por su respaldo con movilizaciones en las calles durante semanas.
Su llegada a la presidencia tiene mucho que ver con una sociedad harta y descreída de la vieja política, donde la corrupción y los intereses de grupos de élites han erosionado el ánimo popular hasta que, con la postulación de Arévalo, llegó la sorpresa.
El político, diputado antes de presentarse ante el Registro de Ciudadanos para formalizar su candidatura presidencial, consiguió acaparar un renovado entusiasmo entre esos guatemaltecos desencantados e ilusionar a los jóvenes hacia un proyecto que finalmente cosechó más del 60% de los votos en las urnas.
El Movimiento Semilla, del que Arévalo es uno de los fundadores y que desde su nombre hace alusión a una nueva germinación política, empezó a tomar cuerpo en 2014 cuando un grupo de académicos, entre ellos, el sociólogo Edelberto Torres Rivas, empezaron a abrir espacios de reflexión sobre la coyuntura nacional. Fue fundado en 2017 y un año después nació formalmente con su inscripción en el registro de ciudadanos del Tribunal Supremo Electoral.
Hoy el partido lidia con una investigación de la fiscalía, que ya ha logrado que un juez suspenda su personalidad jurídica como si nunca hubiera debido existir —una maniobra cuestionada en tanto que esa facultad recae solo en el Tribunal electoral—, pero su peso político viene con sus miembros.
La propuesta de gobierno que el líder de Semilla quiere implantar ahora que ocupa el Palacio Nacional tiene mucho de aquellas ideas, como la inclusión de las grandes mayorías y cómo el Estado debe volcarse en su ciudadanos.
“Realizaremos inversiones significativas y responsables en servicios fundamentales como electricidad, agua, saneamiento y vivienda. Estos no solo son derechos que debemos asegurar para cada habitante de Guatemala, sino que también la generación de estos servicios creará miles de empleos nuevos en todo el territorio”, defendió Arévalo.
Pero, definitivamente, la bandera con la que derrotó a sus rivales en la carrera presidencial cuando Arévalo ni aparecía con posibilidades en el radar de las encuestas electorales, es la promesa de limpiar de corrupción las entrañas de un país que arrastra escándalos de impunidad y criminalización a jueces, fiscales y periodistas que arrojaron luz sobre irregularidades cometidas desde el Estado.
Las acusaciones de corrupción han tocado por lo menos a tres presidentes. Uno de ellos, Otto Pérez Molina tuvo que abandonar el poder en 2015, enfrentar a la justicia y fue condenado por haber defraudado millones de dólares de las arcas públicas.
“El pueblo está saqueado y Guatemala está en la extrema pobreza”, decía con hartazgo pero también energía José Galeano, un hombre de campo de una aldea del sur que fue a la capital guatemalteca a respaldar la investidura de Arévalo, el domingo en medio de manifestaciones de grupos campesinos.
El nuevo presidente tendrá hasta 2028 para cumplir sus promesas de lucha contra la corrupción, pero al menos hasta 2026 tendría que lidiar con la fiscal general, Consuelo Porras, que encabezó una secuencia irrefrenable de acciones judiciales, órdenes de detención, pedidos para retirarle la inmunidad, allanamientos y hasta denuncias de fraude electoral durante el casi medio año que pasó entre la victoria en las urnas de Arévalo y la colocación de la banda presidencial.
En medio de todas esas maniobras judiciales, Arévalo dijo que Porras, junto a su fiscal Rafael Curruchiche y el juez Fredy Orellana que ordenó suspender a Semilla y secuestrar los votos de la elección, “están llevando a cabo un golpe de Estado en curso".
Y aunque el presidente ha pedido la renuncia de Porras, dado el principio de separación de poderes, Arévalo tendrá que convivir en el plano institucional con la funcionaria y aguardar ante posibles nuevas maniobras judiciales al menos hasta que deje la oficina de la Fiscalía General.
Porras, cuestionada abiertamente por la comunidad internacional y con sanciones en Estados Unidos por socavar la democracia nacional y obstaculizar la lucha anticorrupción, se ha quedado sin el respaldo del ejecutivo y del oficialismo, que le brindaba acompañamiento policial en todas sus acciones judiciales y aumentó su presupuesto antes de irse con el fin de fortalecerla.